El otro día te ví pasar en la calle, ibas con el perro y esa camisa de franela a cuadros, con la vista al piso y tus audífonos azules en las orejas. Me solté a llorar como loca, no me viste, no me escuchaste decir tu nombre, ni levantarme de la silla y llegar hasta la puerta y morderme los labios con fuerza para no salir a alcanzarte, ni sollozar de regreso a la silla y, asegurándome de estar completamente sola, berrear como niña porque te habías ido, no sólo en ese momento, sino de mi vida. No quisiste quedarte, no encontraste una opción ni un camino para nosotros, porque no resultó tan importante como tus desiciones y afectos previos, ajenos.
Tantas veces hablaste de tu capacidad para querer a dos personas, pero no fuiste capaz de encontrar el valor, la honestidad, la responsabilidad afectiva y el medio para quedarte, porque en realidad hay una jerarquía clara, y una de nosotras era prescindible, desechable, mientras que la otra era indispensable y valiosa.
Ya no quería sentirme así, yo pude haberte sugerido planes, achicarme, moldearme, rogarte, pero siempre demostraste que podías descartarme. Y yo necesitaba que tú lo propusieras, que fuera tu intención y tu voluntad no dejarme, bajo la condición que fuera, pero sólo hablabas del callejón y ante mi insistencia sólo hubo un adiós.
Me siento atorada entre poemas y desconsuelos, particularmente dónde no puedo pedir ni un día más para reunir todas las palabras de amor que se han escrito sobre la tierra y prenderles fuego, ni un segundo para entender de otra manera lo que ya has dejado claro. Me quedo en ese último verso: "Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón." (De nuevo Schopenhauer y los erizos).
Todavía espero curarme de ti, pero no tengo muchas esperanzas.
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